domingo, 22 de enero de 2017

La revolución política del siglo XIX: los grandes cambios.

1. EL LIBERALISMO

El liberalismo es el nuevo sistema ideológico que combate al Antiguo Régimen y da paso a la Edad Contemporánea. Aunque existen muchas modalidades distintas en Europa y América en el siglo XIX, podemos reconocerles estas características comunes:

Parte del reconocimiento de la soberanía nacional como fuente de todo poder: un país ya no puede ser propiedad de un monarca. En consecuencia, todos los ciudadanos disponen de derechos y libertades individuales y, por tanto, de igualdad jurídica, lo que supone la desaparición de la sociedad señorial del Antiguo Régimen, basada en el concepto de privilegio, y el rechazo a los estamentos privilegiados, nobleza y clero. Pero mientras que la nobleza encontrará pronto acomodo en la nueva sociedad, el enfrentamiento con la Iglesia dará lugar al anticlericalismo, en distinto grado según los países.

Fruto de la soberanía nacional es la constitución, norma fundamental reguladora de la vida pública, con la que se quiere racionalizar el Estado, y en la que se establece una división de poderes entre el legislativo (hacer leyes), ejecutivo (gobernar) y judicial (juzgar). Por lo general, el objetivo es un Estado unitario, con unas leyes e instituciones comunes e iguales en todo el territorio nacional (al contrario que en el Antiguo Régimen) y centralizado, en el que las decisiones políticas y administrativas se toman desde la capital. Pero existen también Estados federales, especialmente en América.

Ante la imposibilidad de que la Nación ejerza directamente su soberanía, se establece un régimen representativo: los ciudadanos (varones) eligen a sus diputados en las elecciones. Pero la desconfianza ante la capacidad política de buena parte la sociedad lleva a restringirlas mediante el sufragio censitario: poseen derechos políticos aquellos que sostienen al Estado económicamente (los ricos y las clases medias acomodadas) o culturalmente (los intelectuales). Pero en la segunda mitad del siglo XIX comienza a reclamarse el sufragio universal masculino.

Pronto surgen los partidos, en los que se agrupan los políticos; son todavía muy informales y poco institucionalizados. Suelen ser grupos de cargos electos (élites), medianamente organizados en torno a personajes destacados (notables). Sólo a finales del siglo aparecerán los partidos de masas, que intentan encuadrar en su acción política a su base social. Por lo general, la izquierda defiende la necesidad de acelerar y profundizar la revolución, por lo que tiende a una mayor agitación política para la defensa de las libertades. La derecha, en cambio, considera prioritario gestionar lo ya conseguido, y por ello le preocupa más la administración del Estado y el orden público. Sin embargo, no son concepciones estables y a lo largo de los años y los países variarán su ideología y su práctica. Inicialmente, y en muchos países, la alternancia política resulta conflictiva: son frecuentes las revoluciones, la intervención del ejército al servicio de los partidos, y la corrupción electoral.






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2. EL RECHAZO DEL LIBERALISMO

Aunque los principios liberales se extendieron con cierta rapidez entre la población europea y americana, existieron grupos considerables que lo rechazaron, en distinto grado según los países.


DEFENSORES DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Se caracterizan por su legitimismo monárquico (en Francia, borbónico o bonapartista; en España, carlista), y por su tradicionalismo (promueven los valores sociales, económicos, culturales y religiosos tradicionales). Suelen defender las leyes e instituciones históricas de las regiones (particularismo), por lo que rechazan el estado centralista, aunque son tan nacionalistas como los liberales. Como tienen buena parte de sus apoyos en grupos con poco peso en la vida social, como el campesinado, y tienden a situarse al margen de las instituciones liberales, pierden progresivamente importancia e influencia.






  
DEFENSORES DEL COLECTIVISMO

Inicialmente son intelectuales que observan los efectos negativos de las revoluciones política e industrial: la sociedad burguesa es injusta y se basa en la explotación de los trabajadores, los derechos ciudadanos sólo benefician a la clase propietaria, y por todo ello el liberalismo es condenable. La solución que proponen es una revolución social que establezca el colectivismo, la desaparición de la propiedad privada.

Los primeros socialistas
Calificados despectivamente como utópicos por Marx, crean diversos proyectos muy diferentes (los falansterios de Louis Fourier, por ejemplo). Fueron escasas las realizaciones concretas (las cooperativas de Robert Owen, los talleres nacionales de Louis Blanc...), y no lograron una excesiva difusión entre las bases a que se dirigían.

El anarquismo
Son los socialistas libertarios: Proudhon, Bakunin. Rechazan cualquier forma de autoridad: los estados, los ejércitos, las organizaciones burguesas y las iglesias deben desaparecer mediante la huelga general revolucionaria. Por ello se niegan a participar en el sistema liberal, son internacionalistas y rechazan la creación de partidos. La sociedad futura se organizará en comunas autónomas autogestionadas. En 1864 crearán en Londres la efímera Asociación Internacional de los Trabajadores (o I Internacional) junto con los marxistas. En el último tercio del siglo lograrán una considerable difusión, tanto entre trabajadores industriales como entre campesinos, aunque seguirán siendo minoritarios. Esta situación conducirá a algunos sectores a la justificación de la violencia, y a la práctica del terrorismo, denominado “propaganda por el hecho”, con atentados indiscriminados (gracias al uso de nuevos explosivos) o con magnicidios (asesinatos de reyes, políticos, generales, obispos...).

El marxismo
Son los socialistas autoritarios: Marx y Engels. Posee una mayor coherencia ideológica, lo que a la larga le dará más efectividad. Coincide con los anarquistas en el diagnóstico de la sociedad burguesa, en el internacionalismo y en las líneas básicas de la sociedad futura. Pero considera que sólo los proletarios (es decir, los obreros de la nueva industria) constituyen una nueva clase revolucionaria. Cuando la revolución triunfe se prevé el establecimiento de la dictadura del proletariado, en la que desde el estado obrero se reprimirá y eliminará el capitalismo y la sociedad burguesa. Concede mucha importancia a la creación de partidos y sindicatos socialistas (fuertes y organizados) que aprovechen las oportunidades que da la sociedad liberal. A finales de siglo lograrán una considerable implantación al evolucionar hacia un reformismo social (especialmente en Alemania), y en 1889 fundarán la II Internacional.



3. EL NACIONALISMO

El nacionalismo es una ideología que se generaliza en el siglo XIX en las corrientes liberales, en las tradicionalistas, e incluso entre los que se consideran internacionalistas. Consiste en reducir de forma absoluta la identidad de los individuos al hecho de pertenecer a una colectividad denominada nación, que engloba a sus actuales miembros, pero también a las generaciones del pasado o del futuro. Exagera el patriotismo, y sostiene que a la nación deben supeditarse todas las creencias, ideologías, intereses, e incluso la propia vida.

Es consecuencia de estos dos principios ideológicos: La soberanía nacional, que considera a la nación como único sujeto soberano, y la nacionalidad, que establece que cada comunidad nacional ha de poseer su propio estado. Y se fundamenta, de forma algo contradictoria, tanto en lo emocional (ante todo, y por influencia del tradicionalismo, las personas sienten su pertenencia a una lengua, una historia, unas costumbres, unas tradiciones y leyendas, un paisaje…), como en lo racional: ante todo, y por influencia del liberalismo, las personas pactan su pertenencia jurídica a un país, con sus leyes propias, con el reconocimiento de derechos ciudadanos…)

Los diferentes estados pasan a considerarse ante todo naciones, tanto si poseen una larga historia (Francia, Reino Unido, España...) como si son de reciente creación (Estados Unidos, Méjico...). Pero existen numerosas comunidades nacionales insatisfechas, lo que da lugar a sus dos variantes principales: nacionalismo emancipador (la comunidad nacional busca separarse de un estado mayor en el que no reconocen su nación; es el caso de los checos, de los polacos, de los irlandeses o, más tardíamente, de catalanes y vascos en España), y nacionalismo unificador (varios estados separados se consideran miembros de una misma nación; es el caso de alemanes e italianos.)

Naturalmente, los procesos nacionalistas son normalmente conflictivos, ya que casi nunca está claro qué constituye una nación. Así, por ejemplo la región de la Alsacia, de lengua alemana pero de historia francesa fue constantemente disputada por sus vecinos. Además, no suele existir un consenso dentro de la propia comunidad: existen diversas identidades nacionales contradictorias, lo que genera acusaciones de traición que, en ocasiones derivan hacia la violencia indiscriminada.

En cualquier caso, los nacionalismos del siglo XIX refuerzan la propaganda para “nacionalizar” a grupos que inicialmente están escasamente “nacionalizados”. Por eso se multiplica el uso de símbolos (desde la bandera, el himno y el escudo, hasta prendas de vestir determinadas), la construcción de monumentos a los personajes y hechos “gloriosos” de la nación, la propagación de una interpretación nacionalista de la historia y de la cultura del grupo (basada en buena medida en un catálogo de “agravios” históricos o ficticios causados por el “enemigo”). Dos medios de gran importancia para la trasmisión de la ideología nacionalista fue el establecimiento de la educación obligatoria y del servicio militar obligatorio, naturalmente ambos controlados por el estado.

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